Qué cosas se te ocurren, tú siempre tan concreta.

Te dejé pasar, con una sonrisa algo atemorizada, ya me habían hecho daño antes, tu no parecías de esos. Reíamos, me escuchabas, me apreciabas, confiabas en mí. Nos conocíamos, podía confiar en ti sin miedo a ser juzgada. Me mostraste tu ilusión. Fuiste mi ilusión. Estuve ahí cuando me necesitaste y me dijiste que te daba miedo enamorarte. Te pedí que no te enamoraras de mí. Fui yo quien no lo cumplió. Empecé a la defensiva, con una barrera, sin expectativas, seca, distante, reacia a este tipo de relación, pero poco a poco conseguiste que fuese más receptiva, soltarme, ser yo misma, te dejé conocerme, como tantas veces me habías pedido. Te vi. conseguiste aquello que yo creía imposible. Estaba tranquila aunque temblaba, estaba cómoda aunque tensa. Cerré los ojos, los abrí de nuevo y seguías así con tu sonrisa, tu mirada fija en mí, tus historias y aventuras que me encanta escuchar. Nuestra complicidad frente a frente. Me dejé llevar. Nos fundimos en un deseo. Desde aquella noche has ocupado mis sueños, mis pensamientos. Vivías en mi casa sin haberlo querido y sin haber planeado nada. Tomas la decisión de ausentarte sin avisar de tu demora. Preocupación. Salen a florecer mis miedos, mis inseguridades. Ahora que las había dejado a un lado una a una, vuelven todas de golpe. Locura. Incomprensión. Tiene que haber una explicación. Resignación. Lágrimas derramadas. Una melodía que no deja de repetirse.  Respondes con la menor de las excusas. Bochornosa la sensación de sentirte estúpida. Pero lo vuelves a hacer. Desapareces. Y volvemos con la historia que nunca termina.

  

Azotea de la Catedral de la Almudena, Madrid